Plata

De nuevo se levanta tarde. No le gusta iniciar el día a una hora temprana. Mira fuera de la ventana y gracias a la posición del sol sabe que pasa de mediodía. No le gusta el sol. Desvía la mirada y observa la puerta. Atrae su atención, su curiosidad, le incita a cruzarla. Decide salir, cree que sólo una vez no le hará daño.

Abandona su “habitación” y baja las escaleras que la llevan a las plantas inferiores de aquélla enorme y lujosa casa. Mientras desciende pone especial atención a los nuevos retratos y pinturas —lo son para ella— que adornan las paredes. Suspira. No entiende por qué la gente se aferra a los objetos. ¿No es más fácil, dado que ellos poseen dinero, comprar cosas nuevas en lugar de conservar las viejas?

Aparta la mirada y se concentra en los escalones. Sigue bajando y pronto llega a la planta baja. Gira hacia la izquierda y se topa con otra puerta. Sabe lo que hay ahí, quiere marcharse… pero su deseo es inmenso. Anhela verlo de nuevo aunque le ensucie con su impura presencia.

Entra.

Observa cuidadosamente. Todo está tal y como lo recuerda la primera vez que estuvo ahí. Nada ha cambiado. La vajilla de porcelana permanece en su lugar, pareciera que pronto servirán la comida. El reloj antiguo y de madera, un poco gris ahora debido al polvo que le protege, descansa y se apoya en la pared. Se acerca un poco más y puede ver los cubiertos.

Recuerda la última vez que los tocó, que los usó. Era su cumpleaños, ¡qué feliz había sido! Algunos riendo o hablando, otros comiendo. Quería que ese día durara para siempre… pero todo se quebró. Sacude la cabeza rápidamente, como si eso fuese a impedir que pueda visualizar y escuchar —nuevamente— el deslizar de las sillas, los gritos, las estruendosas pisadas, la sangre, los cuerpos cayendo uno a uno.

Sus ojos azules observan los cubiertos. Quiere tocarlos. Toma un tenedor. Se quema. Grita. Lo deja caer.

El ligero sonido de la plata encontrándose con el piso se hace presente. Mira hacia atrás mientras unas brillantes y plateadas gotas escapan lentamente por sus mejillas. Afortunadamente nadie ha escuchado. Sonríe tristemente y se enjuga las lágrimas mientras se agacha e intenta, por segunda vez, tomar el utensilio y ponerlo en su lugar. Le quema por segunda vez y reprime un grito. Se pone de pie y observa la servilleta de suave tela. Se concentra y, con su otra mano, la toma y recoge el tenedor. Los pone en su lugar correspondiente.

El sonido repetitivo de las pisadas le indica que han llegado. Escucha las voces y las risas. Se aleja del comedor y cuando está por irse, da otra mirada a la enorme mesa. Se acerca al muro más cercano, observa su mano y descubre que está sanando lentamente. Sonríe, tal vez ella también se aferra a los objetos, aquéllos que alguna vez fueron suyos. No entiende por qué y no lo entenderá.

Justo antes de que logre atravesar el muro, comienza a desaparecer suavemente. Lo último que se observa de ella son las hebras color plata que conforman su cabello.